Adler era alemán, viudo, de
mediana edad, rico y respetable en su pequeña ciudad natal hasta que conoció a
Isabel.
Isabel era
española, no poseía gran belleza, pero desprendía fuego por cada poro de su
piel. Sus encuentros eran auténticos combates, cuerpo a cuerpo, sin tregua
durante horas entre gritos, risas y sudor.
De la misma forma
que él sabía que Isabel no le amaba y sólo ansiaba su posición y
fortuna, estaba seguro de que en aquellas citas no había simulación. Ella se entregaba de
forma natural y salvaje. No importaba la razón.
Adler también era
un hombre celoso de su intimidad. Desde siempre el miedo al escándalo le había
obsesionado, así que cuando ella le propuso irse juntos a su país no lo dudó un
instante, se trataba de la mejor manera de evitar las miradas y murmullos reprobatorios que
ya emergían en su entorno debido a su relación.
Llegaron a
Marbella un verano, construyeron una mansión en suelo protegido gracias a sus “contactos
municipales”, compraron el yate de un magnate venido a menos y organizaron las
fiestas más deseadas de todo el litoral.
Como siempre,
Isabel lo devoraba en los momentos íntimos y lo ignoraba el resto del tiempo,
tratándolo con frialdad y desdén. Sabía que hiciera lo que hiciera nunca sería
completamente suya, sólo el dinero y el sexo les unía.
La bonanza de sus
negocios e inversiones era portada en diarios especializados, se imitaba su
peinado, su forma de vestir y hasta su acento germánico. Más de una universidad
lo llegó a proponer como “doctor honoris causa”.
Pero otro
fatídico verano acabó con el sueño de Adler. Detuvieron a la corporación
municipal, derribaron su mansión y le impusieron una multa millonaria, sus
valores en bolsa cayeron a mínimos históricos, su yate se hundió en Puerto
Banús debido a un temporal inesperado e Isabel se fue con el poco dinero que le
quedaba en una cuenta suiza.
Tras dos
infructuosos intentos de suicidio, murió de vergüenza ajena el día que la vio
con su nuevo amante, un cubano exiliado conocido por sus dimensiones fálicas,
en un programa televisivo de gran audiencia, describiendo las burdas posturas
amatorias que practicaban cuando fueron sorprendidos por los “paparazzi” en la
habitación de un motel de carretera.
Aunque el forense
escribiera “infarto”.